La noche de ayer miércoles 09 de octubre del 2024, el Teatro Caupolicán fue testigo de una experiencia que trasciende la mera etiqueta de “concierto.” Lo que Wardruna ofreció no fue solo música, sino una ceremonia, un viaje sonoro a las profundidades de las tradiciones nórdicas. Para los que hemos seguido el ascenso de esta banda liderada por Einar Selvik, su actuación en Santiago fue la culminación de años de perfeccionamiento de una propuesta única que conecta el pasado con el presente. Puedo decir con certeza que lo que presenciamos fue un verdadero espectáculo de maestría en la fusión del folklore escandinavo con elementos de la música contemporánea, y fue épico en todos los sentidos.
Desde el primer momento en que la banda pisó el escenario, se sintió una atmósfera cargada de energía y misticismo. El sonido del cuerno tradicional noruego, el lur, resonó por las paredes del histórico recinto santiaguino, como si nos transportara a las heladas montañas de Noruega. Era imposible no sentir el llamado ancestral, esa conexión con la naturaleza y los dioses antiguos que tanto inspiran la música de Wardruna.
Einar Selvik, el alma y mente maestra detrás de Wardruna, se presentó con una calma y solemnidad propias de un sacerdote vikingo. A lo largo del espectáculo, demostró una vez más su habilidad no solo como músico, sino como narrador. Su interpretación vocal —que alternaba entre cánticos rituales, melódicos tonos sombríos y guturales que evocaban los sonidos de los antiguos skalds (poetas guerreros de la edad media), fue complementada perfectamente por el resto de la banda. Lo acompañaban Lindy-Fay Hella, cuya voz etérea y danza llenaba el aire de una fragilidad encantadora, y los instrumentistas que manejaban desde arpas vikingas y tagelharpa hasta percusiones que recordaban el latido de la tierra misma.
El setlist fue una mezcla equilibrada de su catálogo, donde piezas de sus primeros discos, como Runaljod , Yggdrasil, se entrelazaron con las composiciones más recientes de Kvitravn, su último trabajo de estudio y con el que dieron inicio al espectáculo. Cada canción fue una obra de arte cuidadosamente elaborada. “Helvegen”, tal vez uno de los temas más esperados de la noche, fue interpretada con una carga emocional palpable; el público, que había estado en un trance meditativo hasta ese momento, se unió en un canto colectivo, elevando la atmósfera a un nivel casi sagrado.
La capacidad de Wardruna para conjugar lo primitivo con lo moderno se manifestó no solo en su música, sino también en la producción visual del espectáculo. El uso sutil de luces y sombras, los fondos proyectados con imágenes de naturaleza salvaje —bosques, montañas, ríos— crearon un ambiente que amplificaba la inmersión sensorial. No era simplemente un concierto de música escandinava, era una experiencia inmersiva donde cada sentido estaba sintonizado con la naturaleza y los mitos nórdicos.
En resumen, lo que Wardruna nos ofreció en el Teatro Caupolicán sin duda está dentro de los mejores espectáculos del año, fue una velada inolvidable, una comunión entre lo humano y lo divino, lo antiguo y lo contemporáneo. Fue una experiencia sonora y visual que desafía las categorías tradicionales de la música, un recordatorio de que las raíces culturales y espirituales pueden ser profundamente transformadoras cuando se expresan con autenticidad y maestría.
Por Emerson Zuñiga Vidaurre.
Fotografías gentileza Francisco Aguilar.